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El padre Soárez charlaba con el Cristo de su iglesia. - Señor -le decía-. Es muy hermoso aquel pasaje de tu Evangelio en el que se dice que el óbolo que la viuda pobre entregó al templo tuvo más valor que la rica limosna del hombre poderoso. - Sí, -contestó el Señor-. Y habría tenido más valor aún si en vez de entregar su limosna al templo la hubiera dado a otra viuda más pobre aún que ella. - Caramba, Señor -se rascó la cabeza el padre Soárez-. A veces me escandalizas con tus opiniones. ¿Con qué se va a sostener tu templo, entonces, si no es con las aportaciones de los fieles? - Está bien -concedió el Señor-. Que con ellas se sostenga. Pero a condición de que en mi templo aprendan los hombres que la más bella limosna, la más alta expresión de la caridad, es el bien que en mi nombre se hace a aquel que más lo necesita. El padre Soárez entendió lo que le decía su Maestro. Hay que dar al templo, sí, pero sin olvidar que cada hombre es un templo. Colaboración de Mario Pablo Vásquez de México, D.F. |