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El daño que nos hace la soberbia

El daño que nos hace la soberbia

Durante la historia moderna de la humanidad, una y otra vez nos hemos encontrado con individuos y grupos que sostienen insistentemente una misma tesis: Se puede llegar a Dios, criticando y negando a la Iglesia católica y a lo que ella nos enseña.

No me refiero aquí, a los que desconociendo la religión cristiana, practican y viven de buena fe y de acuerdo a su adecuadamente formada conciencia, otra religión. Me refiero específicamente, a los que habiendo sido bautizados, reniegan de su fe y se dedican con especial insistencia a negar el papel que Jesucristo quiso otorgarle a su Iglesia en la historia de la salvación.

Incontables hombres y mujeres, se han dedicado a tratar de encontrar fórmulas y a buscar alternativas que los "liberen" de tener que obedecer y sujetarse a una institución de orden divino, pero que no es dirigida más que por hombres; hombres y mujeres, comunes y corrientes, con defectos y debilidades, igual que todos los mortales.

Pareciera ser, que su soberbia los hace creerse indignos de ser conducidos a un fin sobrenatural por entes tan ordinarios como la mayoría de nosotros, los seres humanos. Ellos quisieran, que Dios Nuestro Señor hubiera asignado a ángeles u a otro tipo de seres superiores, a fin de hacerse cargo de sus personas, ya que ellos piensan de sí mismos, que superan en inteligencia al común de los mortales.

Curiosamente, encontramos estas actitudes en personas muy preparadas o con un alto coeficiente intelectual a las que se les puede aplicar con perfección el dicho de Jesús: "Padre, te doy gracias porque estas cosas las has revelado a los sencillos y a los humildes, y las has ocultado a los sabios y a los inteligentes". Entre más soberbia la persona, más trabajo le cuesta aceptar la doctrina cristiana, muchas de cuyas verdades, sólo son entendibles por medio de la fe.

En cambio, a la gente sencilla del pueblo, a los pobres, a los que sufren, a los que no dejan de probar un solo día la amargura del dolor, no les cuesta aceptar con un corazón abierto las verdades planteadas por el Evangelio y pregonadas por la Iglesia. Yo creo, que es por ello que el Señor los llamó: "bienaventurados".

Los otros, los que pretenden ir a Cristo dejando a un lado a su Iglesia, o incluso maltratándola, seguramente que un día se llevarán la misma sorpresa que San Pablo en el camino a Damasco: "Yo soy Jesús a quién tú persigues". Él, todavía padece afrentas en su Cuerpo, que es la Iglesia. Pablo, no supo hasta ese momento, que perseguir a la Iglesia era perseguir al mismo Jesús. No es posible amar, seguir o escuchar a Cristo, sin amar, seguir o escuchar a la Iglesia, porque Ella es la presencia, sacramental y misteriosa a la vez, de Nuestro Señor, que prolonga su misión salvífica en el mundo hasta el final de los tiempos.


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