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el violinista en el metro

El violinista en el metro

Un hombre como cualquier otro se sentó en la banquita de una estación del metro de Washington, y comenzó a tocar el violín, en una fría mañana de invierno. Durante la siguiente hora interpretó las partitas de Bach. Durante el mismo tiempo, se estima que pasaron por esa estación algo más de mil personas, casi todas de camino a sus trabajos. Encerradas en sí mismas como autistas, presurosas, incapaces siquiera de un "buenos días".

Transcurrieron tres minutos hasta que alguien se detuvo ante el músico. Un hombre de mediana edad disminuyo por un segundo el paso y advirtió que había una persona tocando música -después de todo, ¡un espectáculo tan frecuente, a veces tan patético, en ese submundo hirviente de humanidad que llamamos el "metro"! Unos minutos más tarde, alguien se apoyó contra la pared para escuchar, pero pronto miró su reloj, y se perdió apurado en los oscuros laberintos ante el silbido de la enorme serpiente metálica.

Quien más atención prestó fue un niño de tres años. Su madre tiraba del brazo, presurosa, pero el niño se plantó ante el músico. Cuando su madre logró arrancarlo del lugar, el niño continuó volteando la cabeza para mirar al artista. Este fenómeno se repitió, reveladoramente, con otros niños. Todos los padres, sin excepción, los forzaron a seguir la marcha.

Uno de los grandes durante la hora que el músico tocó, solo siete personas se detuvieron, y otras veinte dieron dinero. Mecánicamente, sin interrumpir su camino. El violinista recaudó treinta y dos dólares. Cuando terminó de tocar y guardó en silencio su violín, nadie pareció advertirlo. Absolutamente nadie. Es posible incluso que más de uno se haya sentido aliviado.

Sobra decir, no hubo aplausos, ni reconocimientos. Lo que nadie sabía era que ese violinista era Joshua Bell, uno de los más grandes músicos del mundo, tocando las obras más complejas jamás escritas para el violín. Para que nos demos una idea, Bell fue alumno de Gingold, a su vez alumno de Isaye, discípulo de Vieuxtemps, amigo de Paganini. Bell tocaba en un Stradivarius tasado en tres y medio millones de dólares. Dos días antes había sumido en el delirio la audiencia que colmara un teatro en Boston, con localidades que promediaban los cien dólares.

Esta es una historia real. La actuación de Joshua Bell de incógnito en el metro fue organizada por el diario The Washington Post como parte de una investigación social sobre la percepción, el gusto, y la capacidad de atención de las personas. La consigna era: en un ambiente banal y a una hora inconveniente, ¿detectamos, apreciamos la belleza? ¿Nos detenemos a gozar de ella? ¿Reconocemos el talento en un momento y contexto inesperado? ¿Estamos únicamente preparados para apreciar la belleza en esos espacios por principio acotados, sacralizados y discontinuos que son, por ejemplo, los museos, los teatros, las catedrales? ¿Es el museo el que consagra la obra maestra, o es la obra maestra la que consagra al museo? El orinal de Duchamp en el Centro Pompidou, ¿ha sido declarado obra maestra únicamente por el entorno en que ha sido emplazado? ¿Conservaría su valor y aura artística fuera de él? Mil preguntas han suscitado el experimento de Joshua Bell.

Despierten, amigos. Pero más que las reflexiones estéticas, la mayor lección que quizás podemos derivar es la siguiente: si no tenemos un instante para detenernos a escuchar a uno de los mejores músicos del mundo interpretar la música más sublime jamás escrita, ¿de qué otras cosas nos estamos perdiendo?

Se nos está vaciando la clepsidra, y en nuestro aturdimiento no tenemos ojos ni oídos para gozar todo cuanto la vida nos ofrece de bello. Somos sordos, ciegos, androides, piezas de engranaje programadas para trabajar, y la contemplación de lo bello -todos lo sabemos- conspira contra la eficacia productiva. Podemos estar rodeados de belleza, pasar a su lado y ni siquiera reparar en ella. ¡Qué empobrecimiento de la vida!

No nos quejemos de aburrimiento, de rutina, de tedio. El problema está en nosotros, nuestra incuria, nuestra inatención, nuestra incapacidad para reconocer la multiforme belleza que nos rodea. Belleza artística o humana. Despierten, amigos, despierten a la vida, que sin la capacidad de maravillarse no es más que una forma anticipada de la muerte.


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