Yo adoraba a mi madre. Era lo más grande para mí. Siempre la recuerdo suave, sonriente, cariñosa. Siempre con sus brazos abiertos para todo lo que me pudiese suceder. Si por buena para recompensarme, si por traviesa para recóvenseme. Si alguna travesura, su cara seria, poco protectora. ¿Alguna desilusión? Siempre el calor de sus brazos y sus palabras de aliento. Madre, lo mejor de la vida. Solo por conocer ese cariño, limpio, desinteresado, protector, merece el venir a este mundo. Aunque solo el nacer fuere por eso, tendríamos que nacer obligatoriamente. El amor de la madre no tiene edad. De niño te cuida, te protege, eres todo para ella y ella es todo para ti. MADRE. No hay palabra que la iguale. Cuando creces te guía cual arbolito para que no te tuerzas. Siempre la encontrarás. De día, de noche; en invierno, en verano. No tiene su amor horario, está siempre permanente. Es como un gran faro, siempre alerta para, que la encuentres. Se quitará de comer, de vestir. Dará su vida por su hijo si es necesario. No tendrá cansancio en sus noches de vela, en la enfermedad del hijo. Cuando abras tus ojos cargados de fiebre, la verás siempre alerta, nunca dormida. MADRE. Aún anciana, encontrarás su consejo. Sólo a ella en tu madurez, podrás contar tus fracasos sin avergonzarte, sin temor a críticas. Ella sabrá tener la palabra o el silencio apropiado. MADRE, Dios te dejó en su lugar para que en la tierra nos cuidaras y nos preparases para él en el cielo. Te los dio para a través tuyo darnos la vida. Tanta importancia te dio que a su propio hijo le dio una que le cobijó, le amó y mimó y así la Santísima Virgen tuvo la desdicha mayor de una madre, ver a su hijo morir. No hay desdicha más grande que la pérdida de un hijo, porque nada amará tanto la madre como a su hijo, y que podemos decir de la madre que tiene a un hijo enfermo. Cuando alguien, especialmente joven muere, siempre se compadece a la madre, precisamente por ese amor que ha de tener. Madre, cuando yo iba de tu mano por las calles; cuando ya algo crecida pude cogerme de tu brazo ¡que ilusión!; cuando alcancé tu estatura ¡que orgullosa! y cuantos "cuándos" podría yo contar de estar a tu lado. Tú me enseñaste a leer y a escribir y un recuerdo imborrable el día que me enseñaste a leer la hora en el reloj ¿te acuerdas? Tú cosías y escondíamos el reloj en tu labor para sacarlo cada cinco minutos y yo ver si así te lo decía bien. MADRE, aún viejita siempre tienes la sonrisa y el cariño a cada paso. Aunque haya de protegerte y cuidar a la madre ya mayor, también sabemos hacernos niños junto a ella para que nos cobije. Siempre te dará un consejo certero y seguro y tantas veces tendremos que decir: tienes razón Madre. Al pensar en ese amor inimitable, recuerdo esas otras madres. Qué pena de madres que nunca podrán enseñar a sus hijos lo bonito de la vida. Ni verlos crecer, ni su primer diente, nada. Estarán contentas, se han librado de un hijo que no querían. Pero llegará su vejez y aunque tengan, algunos más hijos, siempre estará la ausencia de aquel que no pudo nacer, ese que probablemente sería el "báculo de su vejez" o el orgullo y la alegría de su madre. Claro, que eso no era una madre, ni siquiera una mujer. Eso no tiene nombre, porque el ser madre es lo más maravilloso que puede sucederle a una mujer. Porque aunque una mujer no tenga hijos, lleva ese amor dentro, es una gracia que Dios puso en todas las mujeres. Una hija. |