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Las cuarentonas

Las cuarentonas

Son las que más respeto me provocan. Las miro y siento que no soy nada, que no he vivido un carajo, y que mi vida es tan frágil como una motita de polvo.

Las miro y comprendo el cambio inequívoco de la naturaleza, la ley inmarcesible de la vida. Sé entonces que la vida depende de un misterio, de una ley inquebrantable que no está en las manos de nadie dilucidar.

Son las que más admiro. Y las que más deseo. Cuando estoy con una mujer de cuarenta años modifico mi modo de hablar. Mi modo de mirar. De pronto me vuelvo lisonjero, asombroso-asombrador-, interesante.

Porque me nace hacerlo. No por demostrar virtudes que las carezco, no por alardear, sino porque deberás descubro la belleza en aquella mujer. Entonces la adulo. Y la ponderó. Le digo lo que su belleza me conmueve. Y lo que desearía que detuviera su interés en mi persona.

Generalmente ella se ríe y dice "no digas tonterías".

Sé que una mujer de cuarenta años comprende. Y que entiende los más sutiles o extravagantes caprichos de un hombre. De tal modo que cuando descubre un hombre en su camino, lo mira por dentro. Pues la vida la ha dotado de esa prodigiosa capacidad de escudriñar la pasta humana y asomarse al interior de los hombres. Los abre en canal, semejante a aquella faena del carnicero con las reses. Precisamente porque desvela aquella podredumbre, es dulce y tierna con el hombre que de pronto ocupa su pensamiento.

Cuando una mujer de cuarenta años decide dar su amor, lo da para siempre. Hombre afortunado, sujeto de envidia, aquel vuelto objeto amoroso de una mujer de esa edad. Porque ella ya no se deslumbrará por ningún otro. Justo ella habrá creído encontrar en ese hombre su destino, la meta de sus vertientes amorosas. Y que nadie se interponga en su camino, porque no habrá obstáculo que la arredre.

En la cama la mujer cuarentona es dueña y ama absoluta. Ha dejado muy atrás aquellos afanes por lucirse, experimentar o demostrar un conocimiento que en nada enriquece el acto del amor. Así depositará en su pareja la iniciativa, le dará gusto en los más mínimos detalles, lo mimará como se mima a un gatito, le dirá palabras gentiles al oído; o, si es el caso, lo regañará como la madre regaña al hijo. Lo tratará del mismo artero y despiadado modo, porque es lo que él quiere oír. Y ella lo sabe.

Hay cuarentonas que aman a los adolescentes por encima de cualquier otra especie. Los miran como se mira una lámpara esquinera. Porque los miden cuando los miran. Pero no miran su porte ni su talla; miran sus ojos. Porque en esos ojos las cuarentonas descubren el deseo en su expresión más definitiva. El adolescente es deseo, las cuarentonas son horno. Llevan a aquel joven a la cama y se tardan en desnudarlo. Hacen de ese acontecimiento amoroso una ceremonia irrepetible. Saben que se juegan la vida, que ese es el coito de su vida. Que ese joven tal vez regrese y tal vez no. Que está en las manos de ellas que se presente ahí mismo la noche siguiente. Y muchas más. Están dispuestas a pagar porque así ocurra. Pagan de la manera más inteligente. De pronto con dinero, de pronto con escuela.

Las mujeres cuarentonas no se entusiasman fácilmente. Son profesionales en el acto de escuchar. Cuando ven a un hombre desvalido se esmeran en atenderlo, en hacerlo suyo a través de mirarlo atentamente a los ojos, en apropiarse en cada una de sus palabras. Porque están ahí, donde está el sufrimiento. Entregadas. Amantes por completo. No hay mujer de cuarenta años que no haya conocido la desdicha, la desolación. Pero saben así mismo que una caricia bien puesta, o un beso tierno y profundo, son capaces de absorber, aún momentáneamente el dolor. Porque han sentido el dolor en lo más profundo de su ser como nunca un hombre lo ha sentido a esa edad.

Los cuarenta años de edad son ideal para que una mujer ponga su mirada en un hombre. Que lo vea por vez primera. Quizás porque la mujer es un ser ávido de conocimiento, intentará abrevar de la experiencia de él sus preferencias espirituales e intelectuales; quizás porque la mujer es el ser amoroso por excelencia, le brindará ternura y conmiseración-acaso dulzura-, dos condiciones de vida sólo aptas para quienes se atreven a tocar la dicha; y que seguramente ese hombre no ha conocido. En su afán por ser capitán de la nave. Pero a veces la dignidad echa raíces tan ondas como en las mujeres cuarentonas. Ya no son jovencitas que se "indignan" por el menor detalle; ni las mayores que fingen no percatarse de cualquier humillación. Las cuarentonas saben que están en el corazón de la vida, que les basta con estirar la mano para tocar fondo. Y en esa medida saben del respeto mutuo, y más que eso, del respeto hacía uno mismo.

Tarea que un hombre alcanza hasta la hora de la muerte. Pocos espectáculos tan bellos como ver a una mujer cuarentona en la intimidad de su casa. Por ejemplo mandando a sus hijos a la escuela, revisando la comida o saliendo del baño con una toalla en la cabeza. Es una mujer que dispone de su vida con alegría y desparpajo. Y que en esa proporción es fresca y decidida. Es una mujer que, con naturalidad absoluta, es capaz de lucir bella y cordial lo mismo para su marido que para los amigos de su marido. Más aún; ver a una mujer cuarentona contemplarse ante el espejo es algo que ningún hombre con la cabeza sobre los hombros habrá de perderse. Cuando menos una vez en la vida. Si es que a ese hombre le interesan los rituales. Más que una aventura, una mujer cuarentona es una forma de conciliación. Y, se puede, de tranquilidad y paz.


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