¡Ya me voy, madrecita mía; ya soy joven! Me voy madre, de esta aldea; donde vi pasar y florecer mi infancia, dulce y alegre; y llené mi corazón del tierno y silencioso amor materno. Ya me voy a recorrer este mundo abrumado con sus penas y colmado de alegrías; donde resuenan cánticos de amor y el rítmico latido de la vida y de la muerte. Voy a palpar esta vida que parece tierna como un loto, pero es honda y patética y fenece en oleajes rugientes. Deja madre que me vaya; ahora que soy joven y cuando viejo, tenga tan siquiera, un recuerdo que acariciar mi corazón, que endulce o amargue mi memoria; ahora que empieza la gentil primavera y allá en el sendero de la floresta, caen al suelo las blancas flores bailando con júbilo violento; mas si al despertar no me hallaras, yo formaré crepúsculos azules, para infundir en tu alma solitaria, un dulce contento y sal tu llanto no será acerbo. Sabes madre: que cuando las sombras se acurruquen bajo el follaje de los árboles y el día termine, llegaré hacia ti en la penumbra, a depositar en tu frente un visible beso, que inculque en la soledad de tu corazón, la tristeza más dulce de los cielos. No temas madrecita, que en mi corazón adolescente, flotarás como una fragancia; y cuando la negra noche me prive de tu senda, serás como un fiel estrella que me guié en mi camino y en las fronteras de lo desconocido. Vete pues hijo mío, habló dulcemente la madre, después de un profundo silencio; y lo estrechó contra su pecho y le bendijo con sus besos. Vete, dijo con voz trémula y lágrimas en los ojos; pero guarda siempre en el rinconcito de tu corazón, el recuerdo de tu madre, que será como la paz y el perdón en tus noches tempestuosas; guarda en lo más recóndito de tu alma, la santa gratitud y el más profundo cariño para esta madre que te quiere tanto, que ha sentido los súbitos arrebatados de dolor, por tu existencia; y conserva eternamente, los sanos principios de amor y de bondad para los hombres; más si la maldad llega a secar tu corazón, sabes hijo mío, que no tendrás un rayo de paz en tu conciencia, ni un dulce consuelo que calme y acaricie tus angustias del dolor en tu lóbrego retiro. Si a tu retorno me encontraras en el misterio de la fosa fría, yo te seguiré hablando en tu corazón palpitante y te conduciré hasta el fin de lo inefable. Y cuando el alba eleve tu corazón hacia lo alto y el crepúsculo incline tu cabeza, al terminar la oración del día, me encontraré a tu lado y dirigiré tu vista al corazón de las cosas. En las noches tranquilas y diáfanas, cuando envíen las estrellas sus miradas luminosas y la luna, como pálido fantasma se alce serena y misteriosa en la bóveda celeste, sabes hijo mío, que: cada rayito de sublime melancolía, será una mirada compasiva y una caricia amorosa de tu madre, que te envía desde el cielo. Cada canto armonioso que arrulle tu dulce sueño y te envuelva en su música, como los tiernos brazos del amor, será la sonrisa y el eco de tu madre, que endulza tu existencia. Y la ráfaga sutil de viento y cada roció de la alborada que se pose sobre tu frente, será el ósculo materno que te envía desde ultratumba. En una mañana trémula y dorada, con una fiesta en su corazón protervo, el ingrato hijo abandonó su hogar aldeano, perdiendo el supremo tesoro de las caricias de una madre. Marzo de 1931. Colaboración de René Daza Morales. |