Cuando empecé a oír música yo creía que Tchaikovski era el compositor más grande que nunca jamás había existido, y que sus obras, en especial "La 1812", eran la más grande expresión del genio musical, si se exceptuaba, claro, "Poeta y Campesino" de Von Suppé. Necesité de algunos años para encontrar el mar, o sea a Beethoven. Para mí ya no hubo desde entonces nadie más, y en días heroicos de adolescencia en los que oí una tras otra las nueve sinfonías pensé que la música se terminaba ahí. Después descubrí a Bach, que es a mi juicio lo único que justifica la existencia de las matemáticas. ¡Cuántas tardes y noches gloriosísimas cosí en esa deslumbrante máquina de coser que es Bach! Y luego vino Mozart. Y el otro Mozart que se llama Schubert. Y antes Verdi, maravilloso organillero. Bueno: hasta Wagner me llegó a gustar. Ahora trato de descifrar a Foss y a Stockhausen. Y doy gracias a Dios por la gracia de haber podido meter la oreja, con el asombro del niño que se asoma a una juguetería inacabable, a esa región de iguales que es la música, donde la obra maestra es igual a la obra maestra. Colaboración de Mario Pablo Vásquez de México, D.F. |