Por: GLORIA INES ARIAS DE SANCHEZ Les dejo a mis hijos, no cien cosechas de trigo, si no un rincón en la montana, con tierra negra y fértil, un puñado de semillas y unas manos fuertes labradas en el barro y en el viento. No les dejo el fuego ya prendido, sino señalado el camino que lleva al bosque y el atajo a la mina de carbón. No les dejo el agua servida en los cantaros, sino un pozo de ladrillo, una laguna cercana y unas nubes que a veces llueven. No les dejo el refugio de un domingo en la iglesia, sino el vuelo de mis palomas y el derecho a buscar en el cielo, en los montes y en los ríos abiertos. No les dejo la luz azulosa de una lámpara de metal, sino un sol inmenso y una noche llena de mil luciérnagas. No les dejo un mapa del mundo (ni siquiera un mapa del pueblo) sino el firmamento habitado por las estrellas y unas palmas verdes que miran a oriente. No les dejo un fusil con doce balas, sino un corazón amigo, que además del beso sabe gritar. No les dejo lo que pude encontrar, sino la ilusión de lo que siempre quise alcanzar. No les dejo escritas las protesta, sino escritas las heridas. No les dejo el amor entre las manos, sino una luna amarilla, que presencie como se hunde la piel en la piel, sobre un campo, sobre un alma clara. No les dejo mi libertad sino mis alas. Y no les dejo mis versos ni mis canciones, sino una voz viva y fuerte que nunca nadie pueda callar. Y que ellos escriban, sus versos, como los escribe la madrugada cuando se acaba la noche. ...que escriban ellos sus versos, por algo no les dejo mi libertad sino mis alas. Colaboración de Santiago Orta Fragozo de Colombia. |