En el pequeño cementerio de Abrego está la tumba del cura de la aldea. La gente lleva flores a la tumba, pues dice que el señor cura fue un santo. Pero si la tumba del señor cura pudiera hablar, callaría esto: "Yo sentí el llamado de Dios y lo seguí. Me hice sacerdote. Creía, claro, en Dios, y sentía que Dios creía en mí. Pero luego los tedios de la vida y los pequeños fracasos cotidianos me hicieron dudar de que Dios estuviera conmigo, y entonces comencé a dejar de estar con Dios. Dejé de creer en Él, no sé si porque leí algunos libros o porque no leí los suficientes. Únicamente los que saben mucho y los que no saben nada tienen a su alcance a Dios. Así, perdí la fe. Pero a nadie le dije. No importaba que yo no creyera en Dios: lo importante es que las gentes a quienes yo amaba sí creían en Él. "Por amor a ellos seguí amando a Dios. Le rezaba por las noches reclamándole que no existiese. Todos me tenían por un buen sacerdote. El obispo me proponía como ejemplo a los demás. A mí, que me dolía ser ateo porque no tenía a quién dar las gracias por los dones que de la vida recibía. Uno de los dones que de la vida recibí fue el de la muerte. La tuve tranquila. Mis últimas palabras, dirigidas a los pobres que rodeaban mi lecho, fueron éstas: 'Dios los bendiga'. En sus lágrimas vi que mi vida no había sido inútil. Y dije para mí: 'Gracias a Dios'. Porque no había más a quién darle las gracias. Ahora sé qué...". Otras palabras hay en la tumba del santo sacerdote que no creía en Dios. Sin embargo, el viento que sopla en el cementerio no deja que se escuchen. Colaboración de Mario Pablo Vásquez de México. D.F. |