Pues sí, la verdad andaba bien desganada cuando llegó a visitarme Ana Elena, envuelta en ese armonioso halo que la anuncia a leguas. En cuanto la vi comencé a quejarme de lo mal que me iba, de la molestia premenstrual que traía, de que Joel no me había llamado, de que no podría ir al antro porque no tenía dinero, de que había abandonado la dieta, de que mi mamá estaba insoportable... y encima tenía que escribir esta colaboración y ninguno de mis materiales me gustaba del todo. Mi amiga me escuchaba con una delicada sonrisa bailando en sus labios. En algún momento de mi perorata un flashazo me iluminó la conciencia: ¿a quién demonios le estaba contando todo eso? Ana Elena está desempleada; enfrenta una progresiva pérdida de la vista; hace dos años que no se compra zapatos nuevos; sus padres andan de la greña todo el tiempo; no pudo terminar su carrera porque tuvo que ponerse a buscar chamba para ayudar con los gastos de la casa; no tiene novio ni perro que le ladre... Y ahí estaba su sonrisa, apenas un gesto intuido e invencible, como el de la Monalisa... Calladamente la vergüenza comenzó a invadirme. Lo dije. Luego hablamos de lo verdaderamente importante. Lo que sigue es la reflexión que me provocó conversar con alguien que es feliz porque ha decidido serlo en este presente. No es cierto que la felicidad esté contenida en el hecho de tener otro coche, un mejor trabajo, una casa más grande, unas vacaciones de 15 días en Cancún, un novio de película, perder los kilos de más, o tener otra nariz. La felicidad va más allá de tener o no tener cosas. En cuanto poseemos el objeto de nuestro afecto, la felicidad se nos escapa como arena entre los dedos; descubrimos, desencantadas, que lo que queremos es "otra cosa". ¿Cuál? Ahí está el detalle, como diría Cantinflas. Esto deja al descubierto el gran secreto: la felicidad es un estado de ánimo. La frecuencia a la que vibra nuestro interior surge desde el centro para unificar cuerpo, mente y espíritu, y nos hace sentir plenas. Sin embargo -me dirás-, si la plenitud está ahí, ¿por qué no la sentimos? Quizá porque la luz interior de gozo personal está sepultada bajo pensamientos erróneos, miedo al cambio, inseguridades, fracasos... pocas nos atrevemos a remover los escombros para zambullirnos en una verdadera introspección. Colaboración de Gabriel Nuñez de León, Gto., México. |