Cuando yo era niño, aún muy pequeño, mi padre compró el primer teléfono de nuestro vecindario. Recuerdo bien aquel aparato negro y brillante que se hallaba sobre la cómoda de la sala. Yo era muy chico para alcanzarlo, pero me quedaba escuchando fascinado mientras mi madre hablaba con alguien. Un día descubrí que dentro de aquel objeto maravilloso vivía una persona fantástica. Se llamaba "Información, por favor" y no había nada que ella no supiera. "Información por favor" podía suministrar cualquier número de teléfono y hasta la hora correcta. Mi primera experiencia personal con ese genio de la botella vino un día que mi madre se encontraba fuera, en casa de unos vecinos. Yo estaba en el garaje, revolviendo la caja de herramientas, cuando me golpeé un dedo con el martillo. El dolor era terrible, pero no tenía motivo para llorar, ya que no había nadie para consolarme. Andaba por la casa chupándome el dedo dolorido, hasta que pensé:"¡El teléfono!" Rápidamente cogí una pequeña escalera que coloqué frente a la cómoda de la sala. Me subí a la escalera, descolgué el auricular del gancho y lo apreté contra mi oído. Tras aquel día, yo conectaba con "Información, por favor" por cualquier motivo. Ella me ayudó con mis dudas de geografía y me enseñó dónde estaba Filadelfia. Me ayudó con los ejercicios de matemáticas. Me enseñó que la pequeña ardilla que traje del bosque tendría que comer nueces y pequeñas frutas... Cuando Petey, mi canario, se murió, yo llamé a "Información, por favor" y le conté lo ocurrido. Ella me escuchó y comenzó a hablar de esas cosas que se le dicen a un niño que está creciendo. Pero yo me sentía inconsolable y preguntaba: Al día siguiente, allá estaba yo de nuevo. Todo esto aconteció en mi ciudad natal, al norte del Pacífico. Pasó el tiempo y fui creciendo, pero los recuerdos de aquellas conversaciones infantiles nunca se alejaron de mi memoria. Frecuentemente, en momentos de duda o perplejidad, he intentado recuperar el sentimiento de seguridad tranquila que tenía en aquel entonces. Hoy puedo comprender lo muy paciente, comprensiva y dulce que fue aquella mujer al perder su tiempo en atender las consultas de un niño. Algunos años después, cuando ya iba a la universidad, mi avión hizo escala en Seattle. Yo tenía más o menos media hora entre los dos vuelos. Hablé por teléfono con mi hermana, que vivía allí, unos quince minutos. Entonces, casi sin darme cuenta, marqué el número de la operadora de mi ciudad natal y pedí: Le comenté lo mucho que me había acordado de ella en los últimos años y pregunté si podría visitarla cuando fuese a ver a mi hermana."¡Claro que sí!" Pregunta por Sally". Tres meses después fui a Seattle. Al telefonear, me respondió una voz desconocida. Antes de que yo pudiera colgar, la voz añadió: NUNCA SUBESTIMES LA MARCA QUE DEJAS EN LOS DEMÁS. |